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EL ASESINO
Arturo Mejía Nieto
Por Editorial Crável
Publicado en 17/06/2025 16:59
El cuento de la semana

Los inspectores de Santa Clara eran de lo más inútil que teníamos en toda la República. Toda la gente había visto a Cupertino Ramos pasearse por todas partes con la conciencia tranquila.

 

Era una vergüenza que Cupertino anduviera libre. Un hombre como Cupertino debió haber estado en la penitenciaría, hundido para siempre. Por lo demás la muerte de Raimundo no era la primera que debía. Antes de matar a Raimundo había hecho cinco muertes. Era realmente una cosa injusta y vergonzosa que Cupertino anduviera libre. Pero lo peor de todo era que Cupertino no se contentaba con haber matado al marido, sino que seguía acechando la casa de la viuda. Aquel mismo día, precisamente en que, por fin, inesperadamente, le dieron muerte, había andado acechando la casa de la viuda de Raimundo.

 

La casa estaba situada en la espesura del cerro, no demasiado lejos de la casa de Tomás Pineda. Con la diferencia que la de éste quedaba en la orilla de la carretera y la de Raimundo metida en el bosque. No muy lejos de la casa de Raimundo quedaba la pendiente del cerro; era un barranco, casi un abismo. Allá en el fondo, oculto por la espesura de pinos, de robles, de encinos y de guachipilines, se oía el murmullo del río. Cerca de la pendiente quedaba el caminito, era uno de esos caminitos que no transitan más que una media docena de personas. Ese caminito conducía de la casa de Raimundo al pueblo. Pero antes de llegar al pueblo, se unía a la carretera, pasando un poco cerca de la casa de don Tomás Pineda. La casa de Raimundo era, pues, una casa extraviada de la carretera. Era una casita de campesino, las paredes de arcilla y la techumbre de paja. En la huerta estaba el orgullo de Raimundo y de Rosa: allí había cebollas, perejil, coles, y zanahorias; abajo quedaba el camino.

 

Rosa relataba de una manera dramática, la manera cómo Cupertino apareció aquella tarde en los alrededores de la casa. Ella estaba remendando unos pantalones viejos que habían sido de Raimundo… Una hijita, de unos catorce años, observaba hacia la espesura de la huerta porque había visto unas matas de arrayán que se movían, sin que viento o persona alguna las moviera. Otra hija de Rosa, que parecía tener un año menos, tenía una criatura de pecho en los brazos. Y dos niños de cuatro y cinco años, sentados en el suelo, escarbaban en la tierra y se echaban puñados de tierra en la cara.

 

La muchacha que observaba hacia la huerta fue la que primero habló:

—¡Mamá!

Esta contestó:

—¿Qué es?

—Ya vuelve, mire.

 

La mujer levantó los ojos y los ojos de ella se encontraron con los ojos maliciosos de Cupertino. El hombre estaba sentado al otro lado de la huerta. Cuando vio que lo habían descubierto, se levantó, caminó hacia un pino grande y se volvió a sentar. De allí volvió nuevamente a quedar mirando hacia la casa…

 

Entonces Rosa, la esposa del muerto, se puso con miedo primero, pero después tomó una resolución firme. No les dijo nada a los niños que la miraban llenos de asombro, como queriendo averiguar en la cara, qué era lo que la madre iba a hacer. Rosa entró a la carrera, descolgó el fusil de Raimundo que aún permanecía donde él lo había dejado. Lo examinó y como lo encontró descargado, se puso a cargarlo a la carrera. Los muchachitos la miraban, pero no se atrevían a decirle nada. No fue sino hasta que salió a toda carrera, cuando la más grande y la otra se le guindaron del brazo, con lágrimas en los ojos y suplicándole a gritos:

—No vaya, mamá, no vaya, la va a matar él… ¡Mamá!

 

La mujer los tiró a todos a un lado y salió como una loca, directamente al lugar en que el hombre estaba escondido. Al llegar al borde de la pendiente, le hizo el primer disparo, pues ya Cupertino se iba descolgando detrás de los árboles para evitar las balas del fusil. Rosa lo siguió hasta la bajada del río, haciéndole disparos cada vez que lo veía descubierto. Pero por fin en la espesura del monte se le perdió y entonces, con el miedo que se le puede tener a una fiera, la mujer se puso a caminar de regreso. Ella pensó que Cupertino era capaz de todo, además había dejado sus hijos solos y abandonados. Cuando regresó los encontró muertos de miedo, temblando…

 

Poco tiempo hacía que había vuelto, cuando las matas de arrayán se volvieron a mover. La mujer entonces como una loba que defiende sus cachorros los metió a todos en la casa y se paró en la puerta con el fusil cargado. Allí se estuvo, lista para disparar al nomás ver la figura de Cupertino. Esta vez, sin embargo, es probable que las matas fueron movidas por el viento.

 

Raimundo, la víctima de Cupertino y marido de Rosa, había sido un buen hombre. El padre de Raimundo llegaba a nuestra casa con un niño de diez años. Este niño era Raimundo. Se ocupaba Raimundo de vender cebollas y lechugas por las calles del pueblo. Se llamaba Raimundo Reyes, pero en el pueblo lo conocían simplemente por Raimundo. Todo el mundo lo conocía a él y a su esposa, Rosa, que siempre había sido una india trabajadora.  A Raimundo le gustaba beber y por eso lo mataron. Esto pasó en un velorio. Cupertino, el asesino, estaba enamorado de Rosa. Ella no sólo no lo quería como amante, sino que le tenía miedo como asesino. Sin embargo, Cupertino, antes del crimen, llegaba a la casa descaradamente. Llegaba por el caminito y luego entraba preguntando por Raimundo. A veces le preguntaba a Rosa que, si tenía cebollas, pero aquello no era más que un pretexto. Nunca compraba nada. Le había propuesto a Rosa llevarla a la feria de San Miguel, que se fueran juntos.

 

Quien sabe, probablemente Rosa le contó algo al marido, lo cierto es que en ese velorio se encontraban los dos como invitados; súbitamente ambos tuvieron una discusión y sacaron el machete. Luego Raimundo invitó a Cupertino para que se fueran a matar al llano.

 

Los invitados trataron de prevenir el pleito, pero como todos habían bebido chicha, ninguno tuvo suficientes fuerzas para detenerlos. Raimundo —según aseguran— era muy hombre, pero estaba completamente embriagado. En cambio, Cupertino no había bebido chicha, pues acababa de llegar en ese momento. Naturalmente Raimundo cayó acribillado a machetazos por el arma asesina de Cupertino, que con aquella cumplía seis muertes…

 

Cupertino tenía facciones de mestizo y de indio. Era de buena estatura y de color un poco claro para ser de indio, pero era escaso de carnes, tenía el pelo parado como un erizo, tenía apenas dos dedos de frente. Su sola presencia infundía desconfianza. No sonreía nunca, caminaba con la cabeza mirando para abajo y contestaba de reojo como si tuviera miedo. Tenía los pómulos oblicuos del oriental. Cuando por casualidad levantaba la vista, miraba con malicia porque se daba cuenta de que lo observaban. Todos sus crímenes los cometía a traición porque era cobarde. Pero cuando sus adversarios caían, los mataba en el suelo con la sangre fría con que se mata a una culebra. La vida de un hombre era una cosa sin importancia para él. La cárcel se la imaginaba como un lugar de descanso, donde él podría vivir sin trabajo. Era bebedor, mujeriego y asesino…

 

Ese mismo día en que anduvo acechando la casa de Rosa, pasó Cupertino por la casa de don Tomás Pineda. Estaba éste, con su familia, sentados todos en el llano. Cupertino pasó por la carretera y le dijo adiós, luego se volvió hacia donde él estaba.

La esposa de don Tomás le dijo a éste:

—Ese hombre con la cicatriz en la cara, como que es el que mató a Raimundo, el marido de Rosa.

Entonces don Tomás contestó:

—Es cierto. ¡Es Cupertino Ramos!

Don Tomás, se levantó y se fue a conversar con él:

—Hombre, Cupertino, ¿No te da miedo de que te agarren? Pasó esta mañana un inspector preguntando por vos. Y ayer por la tarde pasó otro. Dicen que tú mataste al pobre Raimundo de una manera muy fea. ¿Qué hay de cierto?

Cupertino le contestó con frialdad:

—Pues si así andan diciendo, debe ser cierto. Pero a mí no me importa, yo estoy contento de haberlo matado. Raimundo me injurió mucho en el velorio, por causa de la mujer…

Entonces don Tomás le dijo:

—Pero hombre, ¡Si dicen que Rosa no te quiere!...

 

Cupertino no contestó, parecía que no tenía nada que contestar. Después los dos hombres se quedaron en silencio, esperando que el otro hablara. Cuando Cupertino comprendió que don Tomás no hablaba más, entonces trató de seguir el camino. Tosió, se echó el sombrero sobre la frente, quizá para que no lo reconocieran, se despidió de don Tomás y se fue. La dirección que tomó fue hacia la casa de Rosa.

 

Don Tomás creyó que aquella era una oportunidad precisa para capturar a Cupertino y poder entregarlo a la justicia. No era muy a menudo que se veía a Cupertino, así como él lo acaba de ver.

 

Además, Rosa corría un gran peligro si aquel hombre llegaba a la casa, pues la pobre mujer desde la muerte de Raimundo vivía sola. Con esa preocupación quedó don Tomás Pineda, pensando por mucho rato. Sin embargo, le pareció que era una aventura bastante temeraria para que él solo la tomara entre manos. Dispuso conseguir un compañero para que entre los dos pudieran quitarle el arma, amarrarlo de los brazos y finalmente —lo más difícil de todo— llevarlo ellos mismos a Santa Clara. Dispuso don Tomás esperar en la carretera a que pasara por allí alguna persona conocida que le pudiera prestar ayuda para agarrar a Cupertino.

 

Como ironía del destino, no acertó a pasar nadie, allí donde hay un cordón de gente todo el día. Y cuando por fin vio un hombre que venía corriendo, con un arma en la mano y que creyó que le podía ayudar, se encontró que aquel era el primo de Cupertino, Tiburcio Ramos. Tiburcio a más de ser también asesino, era ladrón de vacas. Los dos habían cometido muchos crímenes juntos, pero últimamente por un disgusto, se habían separado. Don Tomás no se dio cuenta que éste era el primo de Cupertino hasta después que le había hecho la propuesta. Sin embargo, Tiburcio le respondió con bondad diciéndole que sentía no prestarle ayuda, pero que andaba sumamente ocupado. Don Tomás no perdió las esperanzas de encontrar un hombre que le ayudara a capturar a Cupertino. Creía él, sobre todo, poder cumplir así con un deber moral para bien suyo, bien de Rosa y de todo Santa Clara. Además, aquella era una oportunidad que no había que perderla.

 

Súbitamente don Tomás oyó cinco disparos de fusil que venían de por allí, cerca de la casa de Rosa. Estos fueron probablemente los tiros que Rosa le hizo a Cupertino cuando éste apareció cerca de la casa. Sin embargo, es costumbre en las cercanías de ese lugar oír disparos de fusil, tan a menudo que nadie les pone atención. Esto se debe generalmente a la costumbre de matar venados, generalmente en el cerro, en la parte que se extiende a la izquierda, por ese lado de la casa de Rosa. Don Tomás a pesar de las dudas que en un principio abrigó, pensó después que eran tiradores de venados y se metió a la casa. Sin embargo, al cabo de una hora, la preocupación de los tiros tan cercanos, volvió a molestarlo. Pensando estaba en todo esto cuando oyó otra vez un nuevo tiro, éste venía por la misma dirección y probablemente del mismo lugar. Entonces don Tomás, que ya no pudo contener su impaciencia, corrió, se metió en la casa y luego volvió a salir con su fusil cargado y con el sombrero en la otra mano. Siguió las huellas de la casa de Rosa, pues quiso antes de todo hablar con Rosa y contarle que Cupertino andaba por allí. Esto en caso de que don Tomás encontrara a Rosa, pues era probable que aquel último tiro hubiera sido del arma de Cupertino para esta o de ésta para Cupertino. Pensando iba él en todo esto cuando, súbitamente, y mucho antes de llegar a la casa de Rosa, se encontró, casi le puso los pies… el cadáver de Cupertino. Tenía un solo balazo en el pecho, probablemente le había atravesado el corazón. Buscó por todas partes y no vio ninguna persona. Vio hacia la casa de Rosa y la encontró en la más profunda tranquilidad, tanto que los muchachitos, hijos de ella yacían jugando muy tranquilos al frente de la casa. En esta duda e incertidumbre se encontraba don Tomás con el cadáver del asesino allí, echando sangre por la boca, cuando súbitamente alcanzó a ver una escolta y un inspector que venía por la carretera. Don Tomás tuvo miedo de que se le fuera a adjudicar el crimen. Comprendió que ya no podría huir porque quizás lo habían visto y en ese caso al encontrar el cadáver lo seguirían. Estaba él muy preocupado cuando vio abajo por el llano un hombre que caminaba hacia el bosque, se le ocurrió que aquel era el autor del crimen y quiso hacerle un disparo para que se parara porque parecía que iba huyendo, pero inmediatamente se le ocurrió que aquello le traería peores consecuencias porque el arma sería registrada, la detonación del tiro se oiría y finalmente la presencia del cadáver allí, todo probaría que él lo había matado. Sin embargo, de nerviosidad excesiva y su desesperación era tal que agarró el arma e hizo el disparo.

 

Mientras él se encontraba en semejante situación, la escolta se acercó. Entonces él, nerviosamente salió a encontrarlos.

 

Iba él a referirles todo lo que había pasado, cuando el jefe de la escolta le quitó la palabra con esta pregunta:

—¿En dónde ha escondido el cadáver de Cupertino, viejo?

—Sí, sí, por allí está. (Les señaló el lugar en donde se encontraba el cadáver).

 

Lo que había pasado era que ya Tiburcio, el primo de Cupertino, había ido a denunciar a don Tomás como el autor del asesinato de Cupertino. Don Tomás lleno de susto explicó y explicó, pero nada pudo salvarlo. Lo agarraron y se lo llevaron con el cadáver, pues tenían orden de ponerlo preso. Al contrario de Cupertino que nunca estuvo en la cárcel, don Tomás fue enviado a la penitenciaria y condenado a seis años de cárcel…

 

Tiburcio —el verdadero autor del asesinato— siguió desempeñando la ocupación de Cupertino…

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